Hay días, momentos, semanas, en que escribir un texto algo más largo que una sencilla reflexión para un «tuit» se convierte en toda una aventura.
Nada me convence. Todo me parece repetido o banal o cansino. De buenas a primeras, sin saber bien cómo ni por qué, dejo de encontrarle sentido a mi voz, a mis reflexiones, a este afán de compartir y compartir…
«Si ya está todo dicho y con mejores palabras», que escribiera mi paisano Aquilino Duque.
Con lo cómodo que es dejar los textos en borradores, o en carpetas que pronto se llenarán de polvo.
Con lo cómodo que es leer, y ya. Y útil. Y enriquecedor. Y sin riesgos, porque las hojas que pasas no te juzgan y los lectores sí. Aunque nada les debas, como escribió don Antonio Machado.
Escribir, escribir, escribir… Para qué tanto escribir…
Ay, esos afanes en los que, si nos descuidamos, perdemos la vida. La de sangre, sudor y lágrimas que dejamos en algunos. La de sinsabores y desalientos.
Me pregunto si este afán por compartir, y por encontrar sentido a todo cuanto hago, si esta necesidad tan mía, este anhelo, no será más que una ficción, un sueño, una sombra…
Búsquedas, propósitos, deseos, ideas, preferencias, expectativas, planes… ¿No será todo más que un intento, un vano intento, de romper el vacío. De estrecharlo, cerrarlo?
¿No trataremos, a través del sentido, de agarrar fuerte con nuestros dedos el agua de la vida que solo existe para escurrirse entre las manos?
Pero, no, mientras comprendemos esto, mientras encontramos la respuesta, o mejoramos la pregunta, ahí erre que erre con nuestras búsquedas, nuestros intentos de definir la realidad, lo que sucede, lo que hacemos, lo que somos, nuestra identidad.
Venga a luchar y a imponer y a tratar de controlar.
Venga a pasear, y alimentar, nuestra frustración porque, una vez más, eso que tanto nos ilusionaba no salió. Quejas y más quejas.
Y miedos… Porque los años pasan y todo cambia y cada vez es más difícil ocultar que no siempre es para bien y que el corazón amenaza con no soportar más caídas, más pérdidas.
Y decepciones… Porque la mayoría de lo que ideamos, pensamos, soñamos, se frustró. No era oro todo lo que relucía. Y no fue fácil ser nosotros mismos en aquello que más nos importaba. Ni mantenernos alejados de las farsas. Ni condenar con voz clara todo lo que rechazamos.
Cómo no recordar aquí a Gil de Biedma: «Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde: como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante».
Pero ¿y si el sentido de la vida no fuera más que sentirla? Sentirla, que no pensarla. Sentir la vida, como sienten la arena los pies que se descalzan. Como siente el romper de las olas la piel desnuda que se sumerge en el agua.
Suena bien, ¿verdad? Repite conmigo: ¿y si el sentido de la vida no fuera más que sentirla?
Porque de pensar algunos estamos ya hartos y más que hartos. Y pensándola algunos nos acercamos a los cincuenta con la sensación de que la vida se nos escapa. Llenos de magulladuras por los golpes que nos hemos dado de tanto pensarla, planificarla, medirla, organizarla.
Qué ingenuos, qué ciegos, que ignorantes, qué torpes.
Sentirla. Sentir la vida. ¡Qué reto! ¡Qué aventura!
Sentirla. Mirarla de frente. Enfrentarla. Sumergirnos en ella. Sin máscaras, trajes protectores ni escafandras. Sentirla sin trucos ni trampas.
Sentirla aceptándola. Desapegados de elecciones y preferencias.
Porque ocurre que todos anhelamos sentir la dulzura de un beso, el amor correspondido, la amistad recíproca, pero nos cerramos en banda ante el dolor de una despedida, un rechazo, una traición o abandono.
Ignorando que todo va en el mismo lote, que la alegría y el dolor son las dos caras de una misma moneda, intentando ingenuamente protegernos de uno de los polos, nos perdemos su opuesto.
De tanto huir del inevitable dolor, nos inmunizamos ante el amor, la belleza, la ternura, el entusiasmo, la ilusión…
Y cuanto más nos afanamos en asir, agarrar, más se aleja lo que queremos. Qué locura la de vida que perdemos aferrados a los apegos.
¿Y si todo lo que estamos buscando, lo que creemos necesitar, lo que perseguimos a base de lucha y anhelo lo tuviéramos ya y no supiéramos verlo?
¿Y si de tanto mirar a los días que vendrán o se fueron, de tanto huir hacia adelante, nos hemos vuelto torpes, ignorantes, ciegos? Incapaces de disfrutar de los dones de la vida que hoy por hoy, hoy aquí, ya tenemos.
Tan pendientes de lo que no somos capaces de conseguir, de lo que creemos haber perdido, nos incapacitamos para celebrar el aquí y ahora, para creer, soltar, entregarnos, confiar.
Monstruos de la razón, sin fe en lo que no controlamos ni vemos, muertos de miedo, nos aferrarnos hasta la extenuación al último hilo de nuestra frágil cuerda. Nos resistimos a dejarnos ir, a abrir las manos. Ignoramos que en el mismo gesto de soltar, muchas veces, nos estamos salvando.
«Déjate de raciocinios, de Plotino y de Platón. Amar es un acto. Yo te llevo al amor y no te lo explico. No te fatigues en pensar. Ama». (Emilia Pardo Bazán en Dulce dueño)
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