Solos, y quietos, en una habitación

Justo antes del apagón que hubo en la península ibérica el pasado lunes 28 de abril (de 2025, por si esta publicación se lee más adelante), yo había creado una nueva entrada en este blog, le había puesto el título (Solos en una habitación. Luego añadí el «y quietos») y había escrito el siguiente párrafo.

Estamos tan acostumbrados al ruido, al movimiento, a la actividad, al ajetreo, a la compañía…, incluso a las multitudes, que la mayoría de nosotros sentimos pánico a parar y al silencio.

Unos minutos después, algo que no entendíamos nos obligaba a parar: parar el trabajo, parar las comunicaciones. Algo de origen desconocido nos arrancaba de cuajo eso de lo que muchas personas se quejan especialmente los lunes: la rutina. Tiene su gracia, por «decirlo» de alguna manera, porque gracia, gracia, tuvo poca.

Decía Pascal «La infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación».

Se me había ocurrido escribir sobre esto mientras meditaba. Una de esas ideas que una atrapa cuando está atenta a su ruido mental, a la dificultad que supone pararse durante veinte minutos a no hacer nada, nada más que estar ahí sentada, espalda recta, piernas cruzadas, ojos entreabiertos…

«¿Qué dice esta de veinte minutos?», puede estar pensando ahora mismo alguien que me lea. «¿Veinte minutos parados en esa postura incómoda de los meditadores sin hacer ni escuchar ni decir nada? Esta se ha vuelto loca».

Sí, la verdad es que, para empezar a abordar este tema, hablar de una sentada de veinte minutos, es de loca, casi de irresponsable. Me viene a la mente el capítulo de doctor en Alaska en el que Marilyn hace una apuesta con Fleischman sobre su imposibilidad para quedarse quieto unos minutos solo en su consulta. Él, subidito, convencido de su capacidad, pronto advierte la dificultad del reto que ha aceptado.

Porque no es fácil. No es nada fácil. Es muy muy difícil. Especialmente duro y aterrador para las víctimas de formas de educación excesivamente rígidas con la actividad, la disciplina, el esfuerzo y la orientación a los resultados. Para quienes han acabado exhaustos de tanto perseguir una aprobación que siempre estaba sujeta a lo que hacían y cómo, y apenas se han sentido valorados sencillamente por ser lo que eran. (Quizá te pueda interesar la entrada «Ser versus hacer»).

Muy difícil también para quienes se han montado en la atracción de la inercia, del hacer tras hacer, y se han desacostumbrado al descanso, al juego, a la contemplación, y a todo aquello que invita a preguntarse, a reflexionar, a conectar con quien uno es, a detenerse a descubrir si uno está siendo quien de verdad es, o si hay posibilidad de recuperar a quien fuimos una vez o… Son tantas las reflexiones que podemos hacer.

Pero ese es el problema, ¿verdad? Que todas esas reflexiones nos aterran. A veces nos persiguen como una avalancha siempre a punto de arrasar con todo lo que somos. Y, cuanto más huimos hacia adelante, más y más crece esa masa amorfa que nos intimida, esa amenaza indeterminada que nos asusta de forma proporcional a nuestra incapacidad para sostenerle la mirada.

¿Pararnos? ¿Pararme yo? No puedo.

Parar. ¿Parar? ¿Para que vuelva otra vez aquello que a duras penas enterré? ¿Para que salga lo que llevo desde la infancia tapando? ¿Para descubrir algo nuevo, como si no tuviera bastante con lo que tengo ya? ¿Para…?

Cada uno puede completar la frase a su antojo, a su medida, crear otras nuevas… El caso es preguntarnos si a nosotros también nos aterra parar. Solo respondiendo a esa pregunta nos podemos dar cuenta, entonces, de que mucho de lo que hacemos no es más que una huida, una distracción, una evasión. Que cada vez nos aleja más y más. Más y más. Nos aleja de nosotros mismos y, de alguna manera, de los demás.

Porque vivir alejados de quienes somos nos condena a una vida falsa, mal orientada. Nos acartona. Nos aproxima o distancia de valores o ideas de virtud, ética, moral… que, si no emergen del corazón, como impulso natural, se alejan de la energía genuina de la auténtica bondad. 

Porque vivir alejados de quienes somos cansa. Enferma. Pasa una seria factura con el tiempo. Se paga con lo más valioso: nuestro tiempo, nuestra vida.

Y no es este un tema para tomarse a la ligera. No pretendo yo activar culpas, ni que nadie se sienta mal por algo que, de una manera y otra, hacemos todos. Todos nos protegemos de lo que duele o dolió, todos hemos desarrollado conductas y estrategias para sobrevivir, para adaptarnos. Lo importante es tomar consciencia.

Y nunca viene mal tampoco pensar que si algo de todo esto nos remueve demasiado, si somos conscientes de que hay algo que nos aterra mirar, que hay bloqueos enquistados, bucles que nos perjudican gravemente de los que no podemos salir… Si tomamos consciencia de que hemos olvidado lo que era descansar y jugar y disfrutar. Que no sabemos, que nos sentimos incapaces de entregarnos a algo que no sea ruido y actividad. Que, para nosotros, es especialmente aterradora la idea de parar… Quizá, por qué no, nos pueda venir bien la ayuda profesional.

Que está cada vez menos estigmatizado ir al psicólogo, pero sigue costando tomar la decisión, hablarlo con los demás, confiar. Y hay bloqueos que solo puede tratar un profesional. Y heridas que solo se pueden sanar desde un abordaje profesional.

Y tú, ¿cómo te llevas con la idea de parar? Si te apetece, me encantará leerte, o conocer tu opinión sobre esta reflexión, en los comentarios.

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Imagen de Pexels en Pixabay

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