El pasado sábado fue el Día Universal del Niño y cuando lo supe me acordé de esta publicación que había escrito hace unas semana a vuela pluma en un momento en el que me dominaba la emoción. Apenas está editada, por lo que no es un texto depurado; eso sí, creo que refleja bien la verdad del momento en que la escribí.
Me pregunto hoy si le damos la suficiente importancia al estado de los niños cuando todo va bien. Cuando están contentos, felices, saludables, tranquilos, equilibrados… Quizá no más que a todo aquello que sentimos como un derecho, como la normalidad cuando la disfrutamos un día tras otro.
Qué torpeza.
Nuestra vida está colmada de milagros, como el de tener un niño sano, feliz, tranquilo, y no somos capaces de verlo, tan confundidos con los “debería ser”, con las exigencias e imposiciones; tan locos por las prisas y la falta de descanso; tan ciegos ante el misterio y lo que de verdad importa.
Pero yo hoy necesito gritar que si tenemos un niño sano, tranquilo, en calma, deberíamos protegerlo como si hacerlo fuera la más importante de las hazañas. Y si no, si ese niño ha empezado a mostrar algún síntoma de enfermedad, malestar emocional destacable, desequilibrio…, hacer todo lo que esté en nuestras manos por recuperarlo. Rompernos la cara, si fuese necesario, contra los muros de lo complejo y lo imposible…
Pienso que un niño enfadado, rebelde, extrañamente intranquilo, lo que menos necesita es que se le enfrente un adulto severo y autoritario, que se le impongan castigos; lo que está pidiendo a gritos (aunque no sepa verbalizarlo) es apoyo, cercanía, ternura, comprensión…
La rebeldía, la aridez, la ira de un niño son muchas veces escudos en los que encuentra protección frente al daño que le causa su vulnerabilidad, su fragilidad, ante las dificultades de su día a día. Es su manera de reaccionar frente a algo que le está provocando algún tipo de incomodidad, preocupación, malestar, dolor, angustia…
Puede ser su manera de comunicar lo que no sabe hacer de otra manera.
Castigar, condenar, esos compartimientos sin intentar comprenderlos no hace más que alejarnos de un niño que con alta probabilidad, de un modo u otro, puede estar sufriendo.
Sé por propia experiencia que a veces fatigan mucho ciertas actitudes y reacciones, que si coinciden con una mala etapa nuestra pueden llegar al hartazgo, pero pienso que nuestra severidad frente a las barreras protectoras de los niños no hace más que engrosar los muros que nos separan de ellos, ampliar las distancias comunicativas, afectivas, quebrar los lazos y la relación de confianza…
Pienso (no soy psicóloga, es solo una reflexión personal) que cuando en un niño destacan comportamientos de enfado y rebeldía, que se salen de la normalidad y se alejan de la esencia y temperamento del mismo, hemos de detenernos a tomar perspectiva y recordar que los adultos somos nosotros y como tales hemos de tener más herramientas para mantener la calma o el control. Y, en caso contrario, no podemos exigirles lo que ni siquiera nosotros, en muchas ocasiones, poseemos.
Considero fundamental echar mano de toda la sensibilidad que nos sea posible para ponernos a su altura, a su lado, mostrarles todo el afecto y comprensión del mundo y mover cielo y tierra si hace falta para ofrecerles los recursos que posibiliten que saquen al exterior lo que puede estar dañándoles.
Porque el día a día de prisas, ansiedad y locuras varias nos acaba instalando en dinámicas muy corrosivas que destruyen los lazos más esenciales para que un individuo se desarrolle saludablemente. Y después, como sociedad, nos quejamos de adultos desequilibrados, con múltiples problemas de salud mental.
Y ocurre así, pequeños detalles, pequeños gestos, que vamos asimilando y convirtiendo en la inercia de nuestros días hasta que en un momento comprendemos que somos incapaces de acceder a lo que está sucediendo en la mente y el corazón de nuestros hijos.
Algo que me parece elemental es la validación emocional. Demostrarles, que entiendan, sin la más mínima duda, que comprendemos su dolor, independientemente de cuál sea la causa y que esta posea mayor o menor importancia ante nuestros ojos, sensibilidades, y capacidades de reacción adultas.
Esto puede ser muy básico, pero tendemos a quitarle importancia a lo que les duele a los niños y con ello podemos producirle confusión, hacerles dudar de sus emociones y su capacidad para interpretarlas y procesarlas.
Sí, creo que validar es una de las claves para acercarnos al dolor de un niño. Sin juzgar, entendiendo y respetando, acompañando, ofreciendo herramientas, y dejando claro, sin que quepa el más mínimo equívoco, que estamos ahí y estaremos mientras tengamos vida, para escucharles y ofrecerles apoyo.
Y dejémonos de tanta severidad, de tantas normas, castigos y consecuencias, de tanta disciplina excesiva, y seamos más humanos, para lo cual quizá no nos venga mal recordar y reconocer ante lo más pequeños que nosotros también somos imperfectos, frágiles y vulnerables, no tenemos todas las respuestas y por supuesto nos equivocamos. Pero les queremos y por ello haríamos hasta lo que no sabemos que somos capaces de hacer.