Grandes focos iluminadores

¿De cuántas dimensiones, que ni conocemos, estaremos formados?

Como creo que escribió Whitman: «¿Que yo me contradigo? Soy inmenso, contengo multitudes».

Somos multitudes y estamos en evolución permanente.

Algunas personas, bien traen bajo el brazo un puzle más sencillo, bien encuentran pronto las claves para resolver los enigmas de su vida.

En otras, en cambio, parece que algunos de esos pequeños fragmentos que nos conforman, sobre todo las partes más esenciales, estuvieran enterrados en las zonas más abisales.

Cuando esto sucede, la vida puede estar ligada a una sensación de desazón, de desaliento, de pérdida permanente. De ausencia de sentido y comprensión. Se habla de personalidades complejas, singulares, enigmáticas…

Como si nos faltara una pieza fundamental para entender quiénes somos y por qué no conseguimos encajar en ciertos ambientes o, sencillamente, en nosotros mismos.

Suele ocurrir también con esas sensibilidades especiales, con ciertas formas de entender el mundo que dotan a quienes las poseen de esa percepción extra que se convierte en un regalo y una penitencia.

Es tremendo pensar (o leer en algunas biografías) que puede pasar una vida entera sin que salga a la luz esa pieza, esa clave, que aportaría un cierto orden, algún tipo de explicación; sin que se active algo que propicie su desarrollo, su manifestación; sin cruzarnos con otros seres que ayuden a disolver la extrañeza y la soledad.

Se convierte así la vida en una perpetua noche fría y tormentosa, en una condena a convivir con el dolor de la inadaptación, de sentirse un bicho raro, de no cuadrar en el entorno que nos rodea.

En algunos casos, sin embargo, el azar u otros misterios que nos envuelven nos premian poniéndonos por delante algo o alguien que nos aporta una llave o que con su presencia, incluso con su mera existencia, lo colma todo de sentido.

Puede ser alguien cercano a quien tocar, mirar a los ojos y con quien sentarse frente a frente: todo un regalo de la vida.

Puede ser alguien que viva a kilómetros de distancia, o incluso que ya no esté entre nosotros, con quien, a pesar de lo cual, sea posible mantener una conversación que nos acompañe, reconforte e ilumine como nunca nada ni nadie hasta el momento. Es la magia, por ejemplo, de la literatura.

Esas personas, ya sea en la proximidad del contacto, a través de múltiples herramientas que facilitan la comunicación, o a través de los libros, se convierten en grandes focos iluminadores. Nos despejan caminos que hasta el momento permanecían oscuros para nosotros. Abren universos de posibilidades.

Permiten que nos reconozcamos en ellas y de alguna manera validan lo que nunca nos atrevimos a expresar ni ser.

Se dice, se escribe esto de una manera relativamente sencilla, pero creo que aquí se condensa algo tan trascendental como todo lo dotado de poder para cambiar nuestra vida, nuestro destino. Tan importante que en muchas ocasiones nos asusta reconocerlo, transmitirlo, agradecerlo. Supongo que porque destapa la vulnerabilidad, lo frágiles y dependientes que somos.

O porque no estamos acostumbrados, ni preparados, para hablar de emociones y sentimientos cuando estos atañen a esas dimensiones tan profundas a las que no todo el mundo ni de manera sencilla tiene acceso.

Cómo no valorar, reconocer y agradecer, una y otra vez, lo que le debemos a estas personas. Cómo no reconocer que sin ellas (contadas, muy contadas), que llegan en el momento justo, con la llave que necesitábamos, sin esa mano que de pronto apareció para rescatarnos en medio de la noche, hoy no seríamos los mismos. Y cabe la posibilidad de que estuviéramos aún solos, más solos, pidiendo a gritos, o en silencio, ayuda para salir del pozo oscuro de nuestras sombras. 

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