Mi amiga

Yo tenía una amiga.

No de esas amigas con las que una toma café con frecuencia,

pues vivíamos a kilómetros de distancia.

No de esas amigas con las que una habla, aunque sea por teléfono,

cada poco tiempo.

Éramos ese tipo de amigas por conexión, por afinidad,

de esas personas que se reconocen entre la multitud

y, sin necesidad de explicar más, empiezan a quererse.

De esas amigas unidas por sentirnos un poco extrañas,

incómodas,

en unos entornos donde prevalecían actitudes y comportamientos

que no nos convencían.

Nos vimos solo dos veces en persona.

Era entusiasmo puro, mi amiga.

Una mujer buena, honesta,

una auténtica apasionada de la escritura y los libros.

Aún me resisto a creer que se fuera mi amiga,

cómo olvidar el brillo de sus ojos,

su sonrisa.

Aún me sorprenden las lágrimas brotando,

impetuosas, rebeldes,

cuando, de repente, sin previo aviso,

en el lugar o momento menos oportuno,

mi alma conecta con la suya.

Como no era un amiga «habitual»,

no se entendió bien mi duelo cuando murió mi amiga,

ni yo misma, quizá, comprendí la profundidad de ese vínculo que nos unía

hasta que el dolor confirmó la medida,

más o menos exacta,

de mi pena y mi cariño.

Me dio buenos consejos mi amiga,

porque era honesta, porque era buena,

ya lo he escrito,

porque deseaba mi bien, mi amiga,

igual que yo el suyo.

Me habló de poesía,

compartimos decepciones y fracasos,

malos tiempos y alegrías,

pero un día de invierno,

esta horrible pandemia se llevó a mi amiga,

y hoy yo

la recuerdo,

la venero,

la lloro,

con estas lágrimas que brotan cuando mi alma,

sin previo aviso,

¡cuánto misterio!,

siente la caricia de la suya.

De mi amiga.

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