Pupilas rojas

Hoy me apetece haceros un regalo, uno de los trece relatos incluidos en Como tú y como yo.  Si os interesa, podéis saber más sobre este libro, aquí.  

Para una mujer de mi posición, propietaria de tres coches y con un chófer a su disposición, sentarse en el asiento trasero de un taxi público siempre estaba relacionado con una terrible desgracia. Odiaba el olor que desprendían esas pestilentes tapicerías donde Dios sabe quién se habría sentado; me repugnaba tener que rozarme con cualquier parte, fuera de cuero, plástico o metal; y ¡qué decir del taxista!, ¿qué podía tener yo que hablar con ese hombre, que casi siempre olía a sudor?, ¿por qué invadía mi intimidad intentando descubrir adónde me dirigía?, ¿por qué ese interés por discutir siempre de política? Definitivamente, algo muy espantoso tenía que suceder para que yo me encontrara en una de esas.

Lo de aquel caluroso día de julio sin duda era una tragedia aterradora e inesperada. Una amiga de la infancia se había ido para siempre en un adiós que no llegó a pronunciar. Una moto, un coche, una colisión frontal… Tiré el teléfono al suelo, no quería oír más, pero pronto reaccioné y supe que tendría que informarme sobre adónde acudir, dónde se encontraban sus familiares, dónde intentar diluir inútilmente la pena en un abrazo…

Cuando sonó aquella terrible llamada me encontraba en un hotel a veinte kilómetros de la ciudad. Había dejado el coche en casa, para no levantar sospechas, pero esa vez no me había funcionado: aquella noche mi amante no estaba dispuesto a todo lo que yo deseaba y se marchó, por la madrugada, tras una fuerte discusión. Era sábado y el servicio de autobuses no comenzaba hasta las diez. Mi marido estaba fuera del país en un viaje de negocios… y yo no podía esperar, necesitaba salir de allí cuanto antes, no me quedaba otra… «¡Oh Dios!, ¡un taxi!». Aborrecía ese transporte detestable al que recurría en las peores situaciones.

Pedí uno en recepción, pero algo no iba bien, al parecer las centralitas estaban colapsadas. El cuerpo entero me temblaba, no podía pensar con claridad, por momentos creía estar sufriendo una terrible pesadilla.

Decidí marcar yo misma. Nadie respondía, botón de rellamada, esa señal…, un pitido inaguantable martilleaba mi cabeza con la intensidad de una gotera…; una línea infinita que nadie descuelga, unos segundos en los que se te va la vida. Por fin alguien contestó: ―Teletaxi, ¿dígame? —Parecía una chica joven y sonriente—. De acuerdo, señora, le mandamos uno para allá, pero no podrá ser hasta dentro de media hora o cuarenta y cinco minutos.

Me molestó su voz, me la imaginé limándose las uñas mientras respondía las llamadas o bromeando con unas compañeras en un trabajo que no exigía concentración ni implicación… La desprecié por estar ajena a mi dolor… ¿Cuarenta y cinco minutos? En todo ese tiempo podría secarme en lágrimas, perder el conocimiento por la intensidad de mis emociones, podría sucumbir a una crisis de nervios y que un equipo de especialistas me dejara atrapada en una camisa de fuerzas… En ese momento sentí el dolor del hambre en el estómago. La noche había sido demasiado intensa y la cena a base de champán y ostras parecía ligada a un pasado remoto o a un presente ficticio que ya no me pertenecía. Sentí que iba a caerme al suelo y decidí acercarme a la cafetería a tomar algo, pero ¿cómo ingerir, ni siquiera un poco de líquido, en una situación parecida?

Allí todos comían y reían con normalidad. El mundo seguía como si mi amiga aún estuviera en él, como si no pudiera echar de menos su energía vital, sus ojos y su sonrisa capaz de moverlo todo. Mientras esperaba que el camarero me sirviera un zumo de naranja, odié a todos aquellos turistas que me rodeaban. Algunos tenían indumentaria playera y se disponían a pasar una maravillosa jornada en la costa, quizá un día que, como yo, nunca podrían olvidar, aunque por motivos muy diferentes. Detesté los gritos de los niños, a aquella chica que miraba con descaro mi rostro descompuesto…

Probé dos sorbos de un zumo que no conseguía bajar por mi garganta, bloqueada por la angustia. Pagué rápidamente y me dirigí a la puerta del hotel, confiando en que el taxi hubiera llegado. Ninguna señal. Había transcurrido demasiado tiempo; un tiempo que parecía haberse detenido con mi conmoción; un tiempo inútil que trataba de alejarme de un destino inevitable… «¿Por qué no estar ya allí contemplando, por última vez, su cuerpo?, ¿por qué no estar aliviando tanta desazón en un abrazo?, ¿por qué hallarme perdida en un espacio que no me corresponde?». Los pensamientos le abrían la puerta a la angustia.

Comprobando cómo el destino nos pone a prueba haciendo cosas que jamás imaginamos, me acerqué a unos jóvenes que cargaban sus maletas en el coche. Les expliqué que necesitaba llegar urgentemente a la ciudad, que había ocurrido algo muy grave, pero tras esgrimir malas excusas e inventarse argumentos claramente vacíos, terminaron por negarme la ayuda. Obtuve la misma respuesta de un par de personas a las que me acerqué, temblando.

Sentí un desprecio general por el género humano, por esa incapacidad para comprender los problemas ajenos que a mí tanto me caracterizaba. Pero ¿cómo podía alguien no fiarse de mí?: la esposa de un diplomático prestigioso; una mujer elegante de una óptima posición social; la propietaria de una mansión en la mejor zona de la ciudad… De pronto advertí que cuando recibí la terrible llamada había salido espantada, sin asearme, despeinada y sudorosa tras una noche de intensa pasión frustrada… Yo que tanto era halagada por mi buen gusto, los lujosos trajes que vestía, por mi elegancia, estilo y mi maquillaje siempre intacto. ¿Influía tanto el aspecto físico en ese tipo de situaciones?

El maldito taxi llegó una hora después de haber llamado; el taxímetro marcando ¡sesenta euros!, me parecía excesivo, pero no estaba en situación de discutir. Saqué la cartera…, cinco…, veinte…, ¿y el resto del dinero? Debió haberse caído en la cafetería. Desde luego, mi estado emocional no era el mejor para responder de mis actos.

—Va a tener que acompañarme a un telebanco, no tengo suficiente efectivo.

El taxista me miró con desprecio. Quizás pensó que era una «pobrecita», una «tirada», una «cualquiera»… ¡Cómo podía imaginar ese despojo a qué tipo de señora llevaba en su asqueroso y maloliente coche! Me paró en el primer banco por el que pasamos al llegar a la ciudad. «Fuera de servicio», aparecía en la pantalla. Los nervios y la angustia amenazaban con hacerme perder el control. Me sonó el teléfono, mi marido, ¡por fin!, necesitaba hablar con él y no había podido aún localizarlo. Le empecé a contar todo, vomitando palabras desordenadas, frases casi sin sentido…, él intentaba interrumpirme para decirme que me calmara, que casi no me entendía, pero yo no podía parar. El taxista gesticulaba y me gritaba desde el interior del vehículo, con una expresión violenta que me empezó a preocupar. Y entonces sonó aquella señal que anunciaba que se había acabado la batería.

Sin batería, sin dinero, sin poder comunicarme con nadie, ni encontrar a quien, como yo, estuviera sintiendo ese día que el mundo entero se paralizaba, que el sol brillaba menos, que un llanto ponía la banda sonora en la ciudad… En cambio, no había más que gente riendo, familias cargando el coche dispuestas a disfrutar de un prometedor fin de semana, y aquella música hortera sintonizada en el dial.

Continuamos en dirección a otro cajero, mientras aquel miserable hombre no paraba de emitir quejas y lamentos… Estaba histérica y le grité que se callara. Me insultó con un tono amenazante, tras lo cual nos enzarzamos en una discusión y en cuanto conseguí sacar dinero para pagarle, me dejó tirada en medio de una avenida, junto al banco, alegando que estaba desquiciada y le había faltado el respeto más de lo que podía tolerar.

Ahora caminaba intentando encontrar otro taxi… Me sentía superada por la situación…, demasiado confusa…, rozando casi la pérdida de identidad…, jamás creí poder llegar a esa extraña percepción de mí misma. De repente empezó ese chaparrón inesperado que vino acompañado por un viento antojadizo que lo ponía todo perdido. En pocos minutos, el agua ya había calado la poca ropa que llevaba. Eso era demasiado. No tenía fuerzas para buscar un refugio, mis neuronas estaban concentradas en la sensación de pérdida… Entonces me apoyé en aquella pared y mi cuerpo empezó a resbalar por los ladrillos, lentamente, como si el tiempo se hubiera detenido ahí fuera… Ni siquiera sé si fue un golpe suave o brusco, pero pude sentir cómo me diluía en el ambiente, cómo me volvía invisible, deseando que un agujero se abriera en el suelo y facilitara mi viaje hacia el abismo.

Ahí fui por primera vez consciente, total y absolutamente consciente, del origen de mi dolor. Comencé a pensar que ya no jugaría más con ella al tenis, que no me aconsejaría con su fino gusto al comprar lencería, que no me regaría las plantas durante mis muchas escapadas imprevistas…; desaparecería de mi agenda, de mis contactos del móvil, ya no recibiría más correos electrónicos suyos… Reflexionaba y rumiaba, y todo lo que se me ocurría eran vacíos que dejaba en mí. Pero… ¡por el amor de Dios!, ¡no era mínimamente capaz de pensar en ella!, en lo que supone que te recojan para un viaje definitivo sin tener la maleta preparada; en las muchas ilusiones y sueños que habían desaparecido con ese choque frontal…

Toda la puta pena que había sentido desde que supe la noticia había sido por mí, y ahora, verme convertida en un despojo, despeinada, mojada, tirada en el suelo, sin dinero, compañía, ni fuerzas, no podía ni siquiera inspirarme lástima de mí misma. Por primera vez me sentí insignificante, la gente pasaba y me miraba con la expresión de desprecio que tantas veces yo había dedicado a los mendigos que se cruzaban en mi camino. No, ni siquiera era capaz de infundir pena. Empecé a sentir asco de mí misma y, al mismo tiempo que mi cuerpo permanecía aletargado en una especie de sueño profundo, mi conciencia se despertaba como la cara de un niño en contacto con el agua fresca de la mañana. Demasiado despierta, más espabilada que nunca, jamás había tenido una relación tan íntima con esta parte de mí.

Se había ido. Mañana amanecería sin que ella pudiera ser consciente. Mi olfato comenzó a percibir un extraño olor a sueños quemados, a ilusiones muertas, proyectos amputados por una gangrena que acababa con todo. El mundo ya nunca más volvería a ser como antes, ese antes en el que ella estaba presente, ese antes que era un ahora para ella, un ahora convertido en un nunca más, desprovisto de su futuro inmediato, de ese en el que todos confiamos.

De pronto me pregunté: «¿Quería yo a mi amiga?».

Me resistía a responder. «¿Quién me hace esa pregunta?». Estaba claro que era yo misma, mi conciencia, pero no entendía el proceso que se había iniciado, yo nunca me interrogaba, jamás me había interesado la verdad, temía las respuestas comprometidas…

Quería a mi amiga porque me hacía compañía, favores, porque me alegraba los momentos de aburrimiento…, pero nunca había pensado en ella y sus necesidades, creo que ni siquiera la había escuchado atentamente cuando me contaba algo que le había sucedido. Demasiadas cosas importantes en mi cabeza como para centrarme en los problemas ajenos. No. Realmente mi amiga no me importaba demasiado, ¿entonces por qué su desaparición había golpeado mi mundo como un meteorito imprevisto? Quizá su muerte me recordaba la posibilidad de la mía, evocaba una fragilidad de la que hasta ahora no quería ser consciente.

«¿Y a mi marido?, ¿quiero yo a mi marido?».

«No. No. No. No. No consentiré más preguntas».

Demasiadas voces distintas retumbando en mi cabeza. Sentí miedo.

Intenté levantarme rápidamente del suelo, cambiar el chip. Buscaría otro taxi, el señor sería más amable y me llevaría al refugio de la comodidad de mi hogar. Allí me daría una ducha tibia, me pondría uno de mis elegantes vestidos y maquillaría mi rostro. No podía ser tan difícil. Una vez que volviera a ser doña Carmen Cristóbal, esposa de don José Rodríguez, el famoso diplomático, ningún problema podría conmigo.

Me alcé, pero la última pregunta rebotaba en el interior de mi cabeza como una pelota de tenis centrifugando en la lavadora. «¿Quiero a mi marido? ¿Quiero a mi marido? ¿Quiero a mi marido? ¿Quiero a mi marido?».

«¡Joder! Las infidelidades son solo sexo. Claro que lo quiero. Llevo casi veinte años con él, todo lo que tengo se lo debo a él, mi posición social, mi fortuna, mi grupo de amigas casadas con altos cargos… Los demás no son más que estímulos físicos».

Me encantaba sentirme atractiva, halagada, observada… Me apasionaba percibir una mirada desviada a mis pechos, recorriendo mis piernas casi siempre descubiertas; que alguien piropeara una parte de mi cuerpo, aunque fuera de forma obscena. Por primera vez se me ocurrió pensar que mis continuas infidelidades pudieran rozar la enfermedad. En el sexo tenía mucho poder. Si echaba la vista atrás, pocas cosas había en mi vida que alguien valorara: no practicaba bien ningún deporte, no tenía habilidades artísticas, ni siquiera había trabajado nunca…, pero en el sexo, en el sexo no había hombre que se pudiera resistir a mi cuerpo experimentado.

Y a mi marido, ese hombre de éxito que era aclamado por todos, ¡claro que lo quería! Era con quien dormía cada noche, quien respetaba el olor a sexo ajeno que a veces se impregnaba en mi piel, quien había aceptado la ausencia de hijos por mi obsesión de no perder mi estilizada figura. Pero él estaba siempre tan ocupado con su trabajo…, apenas se fijaba en mí. Además, era demasiado soso, me lo ofrecía todo con su dinero, pero nunca supo darme ese poder que yo necesitaba, jamás aprendería.

Sí, pensando en esas razones, me daba cuenta de que estaba enferma. Pronto mi belleza se acabaría, mi cuerpo respondería torpemente y entonces, ¿qué valor tendría mi persona?

Si era capaz de venderme por una sensación de poder efímera es que ni siquiera sentía un poco de amor por mí misma. Para nada. Estaba claro. Yo no quería a nadie. Yo había sido más importante que cualquier cosa y ahora que el destino me reducía a la posición de un insecto pisado por un gigante pie, sentía que no era más que partículas de un alma que no había empezado a nacer…

Creo que tantas reflexiones profundas a las que no estaba acostumbrada, la humedad, el cansancio y el dolor fueron presionando mi cerebro hasta que poco a poco fui perdiendo el control…

Mientras el conocimiento me abandonaba y empezaba a desvanecerme, mis pupilas se cubrieron con la sangre de una vida cortada de un tajo… Ya nunca volverían a ser blancas.

Gracias por tu atención, tu tiempo, y por compartir en redes sociales para que ¡las historias vuelen cuanto más lejos mejor! Puedes saber más sobre este libro, aquí.

Agradecida por la imagen de Stefan Keller en Pixabay

Deja un comentario

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies