Caminado, el otro día vi claro algo que me ha costado mucho entender: lo que más me ha lastrado, perjudicado, dañado hasta ahora ha sido el miedo al miedo.
Escuché una vez a un psicólogo (no lo cito porque no recuerdo quién era) decir que el miedo al miedo es el origen de la ansiedad. Ahora lo entiendo.
La ansiedad es consecuencia de la lucha. Una lucha feroz contra aquello que se sale de los rígidos esquemas en los que pretendemos meter todo cuanto acontece. Una lucha feroz contra lo que no se adecúa a nuestras creencias de cómo debería ser.
Consecuencia también de la resistencia y de la huida, en definitiva, de la no aceptación.
El miedo al miedo nos invade y aprisiona cuando nos empeñamos en controlarlo todo y rechazamos lo que no consideramos apropiado o nos molesta (nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, las mal llamadas emociones negativas…); en otras palabras, cuando le damos la espalda a una parte de de nosotros y nos resistimos a fluir.
Y lo que yo quiero transmitir hoy como experiencia personal (insisto siempre en que no soy psicóloga, solo comparto mis reflexiones) es que he llegado a concluir que todo lo anterior es mucho peor que el miedo mismo.
Mucho peor que cualquier emoción por sí sola.
Mucho peor que la tristeza y que el miedo así, tal cual.
Mucho peor que cualquier forma de vacío a la que nos enfrentemos.
O de soledad.
O de silencio.
Porque la tristeza, el miedo, el silencio, la soledad… conforman la naturaleza misma del ser humano, es lo normal, mientras que el miedo al miedo causado por esa huida, esa resistencia y rechazo, ese ir en contra de nosotros mismos, nos conduce a un estado de enfermedad, la ansiedad, en que nuestras energías genuinas y nuestra luz se pudren dentro del pecho.
Por eso nos falta el aliento tantas y tantas veces. Por eso sentimos que nos vamos a desmayar, que no vamos a poder.
Una enfermedad horrible que solo conoce quien la ha vivido y que a veces sufrimos más porque ni siquiera nos atrevemos a reconocerla ni nombrarla. La vivimos sin diagnóstico. Dándole la espalda. Sin contarla.
Mientras que cuando aceptamos nuestra naturaleza tal cual, con todas sus caras y facetas, cuando aceptamos lo que sucede y lo que es, cuando conseguimos superar el miedo al miedo, se roza un estado parecido a la flotabilidad, al vuelo.
No es que la vida se convierta en un camino de rosas, sigue siendo igual de dura, de compleja, la dificultad y el dolor están ahí, conformando una de las dos caras de la vida. Pero, al dejar de luchar contra ello, todo cambia.
Es este un tema delicado y no pretendo simplificarlo ni restarle importancia a la ayuda terapéutica cuando esta es necesaria. Lo que quiero decir es que cuando nos permitimos estar tristes; cuando reconocemos lo que duele; cuando hablamos de ello y le hacemos hueco; cuando llegamos a palpar nuestro vacío, entender su forma, su estructura, las ausencias que lo conforman; cuando somos capaces de llorar y de mostrarnos ante los demás así, tal cual somos, con toda nuestra fragilidad y vulnerabilidad, el miedo al miedo se diluye y el pecho se aligera.
Respiramos mejor.
Si somos capaces de hablar de nuestro dolor, el nudo se afloja.
Si somos capaces de reconocer lo que duele y entregarle nuestra tristeza al viento, esta se disipa.
De pronto, un día te descubres caminando como con los pies elevados del suelo. Y te tienes que tocar los bolsillos y buscas en la mochila porque crees que te falta algo, que te has olvidado algo, y no, lo único que ya no llevas contigo, es el miedo, el miedo al miedo.
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