Los niños buenos

En la última visita al pediatra de mi hijo estuvimos hablando sobre los múltiples problemas de salud mental en la infancia que se estaban encontrando en tiempos de pandemia, y me dio una explicación que me pareció muy sencilla y crucial.

Hemos convertido a los niños en héroes.

Les hemos repetido hasta la saciedad lo fuertes y lo valientes y lo buenos que son por afrontar tan bien toda esta locura.

Y ahora sucede que, si sienten miedo, puede que no se atrevan a comunicarlo, a expresarlo, por temor a defraudar lo que les hemos dicho que son, lo que esperamos (o creen que esperamos) de ellos.

El mismo día, hablando con una psicóloga, también apareció el tema de los niños buenos y las niñas buenas, los niños que, sin darnos cuenta, vamos etiquetando como tales y con ello haciéndoles más daño del que podemos ser conscientes.

Porque cada etiqueta transmite una responsabilidad, una expectativa, una idea que en una edad muy vulnerable se puede llegar a confundir con la identidad, causando muchos problemas.

Porque si confundimos una etiqueta con lo que somos (con ese valor genuino e incondicional que todos poseemos) la vida se vuelve una lucha constante por amoldarnos a eso, por no defraudar, por no fallar. Y esto causa complejos problemas de tensión, perfeccionismo, ansiedad, inseguridad… que a menudo van con nosotros hasta la vida adulta.

Hasta convertimos en adultos que se desviven por seguir siendo buenos, fuertes, valientes, por no decepcionar (¿a qué?, ¿a quién?, eso ya no importa), adultos que han confundido el ser con el hacer (y el tener) y le están dando la espalda a esa otra cara de la vida: el dolor, el fracaso, la fragilidad, la vulnerabilidad…

Y en esta sociedad, en esta vida de prisas, de niños y adultos buenos, exitosos, fuertes y valientes, ¿dónde queda el espacio para el miedo, para la tristeza, el llanto…? ¿En qué momento nos permitimos reconocer nuestros errores, nuestras flaquezas, que no podemos con todo, derrumbarnos…?

Si ni siquiera queremos ver que todo eso está ahí, dentro de nosotros, si lo ocultamos una y otra vez, si lo negamos, si luchamos contra eso que también nos pertenece, no podemos aprender y, lo que me parece más peligroso, tampoco enseñar a nuestros hijos, o los niños que tenemos cerca, a gestionarlo, a encauzarlo, a expresarlo. En definitiva, a aceptarlo.

Vivir huyendo siempre y negando las mal llamadas emociones negativas provoca el estancamiento de energías, energías que se nos pudren dentro del pecho y nos enferman, y con esto vuelvo al inicio de la reflexión: a la salud mental, la ansiedad, el estrés, la depresión…

No vale, pues, desde mi punto de vista, tratar la gestión emocional solo en la teoría, a través de libros y cuentos y cuantos recursos novedosos se nos ocurran. En el único medio en el que creo ya es en el modelo de vida que transmitimos. Y para liberar a esos niños de etiquetas, de juicios, de presiones… lo mejor es que tengan al lado, como referentes, adultos humanizados que abracen todas sus dimensiones, adultos que reconozcan su miedo, su dolor, su hartazgo, su tristeza, al mismo tiempo que compartan sus recursos para hacerle frente a todo ello.

Y también dejar ser. Permitir que los demás sean, libres de expectativas ajenas, de la aprobación de los otros.

Demostrarles una y otra vez que poseen un valor incondicional que es independiente a atributos, conductas y a los resultados que obtengan. Que los amamos y respetamos tal y como son y estamos dispuestos a acompañarles, a apoyarles y ofrecerles el espacio que necesiten para ser (y con esto, por supuesto, no quiero decir que no se corrijan las conductas, los malos comportamientos, etc.).

Escucharles con la atención y la intención de conocer, de descubrir, quiénes son de verdad, qué les preocupa, qué les interesa, qué les asusta, qué anhelan, al margen de nuestras proyecciones y deseos.

No sé si hay otra forma de amor más noble y que pueda contribuir mejor a la formación de personalidades saludables y equilibradas, que lleguen a la vida adulta menos heridas, menos rotas y con menos posibilidades de hacer daño.

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Imagen de Myriams-Fotos en Pixabay 

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