Trabajo con palabras. Todo el día rodeada de palabras: escribiéndolas, leyéndolas, corrigiendo, buscando sinónimos, enlazando, borrando, buscando… Pero, ante lo que de verdad importa, siempre me pasa igual: parece que no supiera encontrarlas, usarlas. Fue lo que me ocurrió hace unos días tratando de explicar qué significaba para mí Natalia Ginzburg.
Es que Natalia… Natalia… Yo… Para mí… No recuerdo qué llegué a decir al final, pero nada mucho mejor que esta especie de balbuceos. Qué torpeza, de verdad.
Tal vez no era el momento, el contexto, no estaba inspirada, pero luego no dejaba de pensarlo: ¿cómo explicar qué significa para mí una autora como Natalia Ginzburg? Tendría que empezar por qué significa para mí leer, la literatura. Yo no leo (normalmente) por entretenimiento (o no solo), por acaparar conocimiento, por no perderme ninguna novedad, por tener algo de qué hablar o practicar alguna actividad cultural… Yo leo para aprender a vivir (mejor). Para entender algo, o intentarlo. Para encontrarle algún tipo de sentido a lo que a primera vista no se lo encuentro. Para buscar belleza. Y para dejar de ser tan ignorante en lo esencial.
Por eso, cuando cayó por primera vez en mis manos un libro de Natalia Ginzburg fue como un resplandor. Un destello. Como si se hubiera encendido un faro en medio de la tormenta y la oscuridad. Como cuando conoces a una persona y te atrae, te impacta, sin poder precisar por qué: su energía, su carisma, eso que algunos llaman aura, halo…
Una explosión interior de fuegos artificiales.
Leyendo sus textos descubrí una forma de estar en el mundo. Fascinada por su amplitud de mente y su forma de mirar, ambas inmensas, penetrantes, percibía un rastro de amor casi en cada párrafo. Y sencillez, naturalidad, verdad.
Si no recuerdo mal, empecé por «Léxico familiar». Luego «Y eso fue lo que pasó». Leía y quedaba impactada, enmudecida. De nuevo como esas atracciones personales que no se pueden describir, solo sentir. Y la fascinación, la admiración, ya se consolidó con «Las pequeñas virtudes», uno de los libros que más releo, más cerca intento tener, más me ha transformado, más recomiendo… En él encontré una lección de vida que parecía ajustarse a mí, a mi manera de ser y sentir, a mis valores y anhelos, como hecha a medida.
Sus reflexiones sobre la crianza, el oficio de escribir, las relaciones familiares y sentimentales… ¡Qué forma de transmitir y contagiar amor por la vida! Páginas y páginas de humanidad, de la verdad de un alma diseccionada.
También me fascina su mirada sobre los acontecimientos históricos que vivió y sufrió, su entereza, su fortaleza, su profunda y elevada humanidad. Y su forma de narrar. Como un sirimiri, esa lluvia fina de la que apenas te vas dando cuenta hasta que estás empapado hasta los huesos: de tristeza, dulce, a veces, pero tristeza. Así me ocurrió con relatos y novelas de Natalia como «El camino que va a la ciudad», «Todos nuestros ayeres» o «Querido Miguel». Cómo podía abordar historias tan desoladoras, contar el vacío, el desconsuelo, la insatisfacción, el desamor… y convertirlos en alta literatura, en belleza, la belleza de lo puramente auténtico: la belleza de la verdad.
Sé que puedo parecer exagerada, pero lo cierto es que todo esto lo siento tal cual. Supongo que no decidimos lo que nos atrae, ni cuánto ni por qué.
A veces necesitamos que nos tienda la mano alguien que de verdad sepa de dolor y de escritura. Alguien que no pueda fallarnos de ningún modo, que con sus letras ofrezca un lugar seguro y tranquilo. Y así me aferro yo a veces a las páginas de Natalia Ginzburg. Como quien busca cobijo, seguridad o refugio. Como quien acude al regazo materno o, ante su falta, a esa mano amiga que nunca nos falla. Como quien enciende una lámpara en una habitación a oscuras.
Ahora, si en otro momento me toca hablar de mi interés, mi pasión, por Natalia Ginzburg, al menos tendré un enlace web al que remitir. Ojalá fuera tan fácil con otros temas que una no sabe nunca cómo abordar y ante los cuales las palabras se esconden, se pierden, se dispersan…
Y termino con una breve recopilación de algunas reflexiones suyas que más me han marcado. Gracias, Natalia.
«Lo que debemos realmente apreciar en la educación es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor a la vida».
«Porque en la vida tenemos que esperar ser continuamente incomprendidos e ignorados, y ser víctimas de injusticias, y lo único que importa es no cometer injusticias nosotros mismos”.
«Por eso es mejor que nuestros hijos sepan desde la infancia que el bien no siempre recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal, y no es posible dar una explicación lógica a eso».
«Si realmente fueran tan férreas, le daría igual que se las discutieran. Si se enfada es porque sus ideas no son de hierro, sino de pacotilla».
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