A veces me paro a mirar a un niño y veo en él, o en ella, todo lo que está bien. Todo lo que está bien en general, en la vida, en el universo…
El brillo de sus ojos, la frescura de sus sonrisas, las ganas de hablar y hablar y compartir y preguntar y descubrir…
El tono dulce y divertido de sus voces. Sus risas contagiosas…
Su necesidad, y capacidad, de jugar y jugar y jugar, sin descanso. Su curiosidad, su entusiasmo, sus ocurrencias, su espontaneidad…
Su verdad.
Ay, los niños. Parecieran estar hechos de algo diferente a nosotros, que ya ni recordamos que una vez fuimos niños.
Cantan, se mueven sin parar, lloran, se ríen, se enfadan, vuelven a reír y a llorar… Con absoluta naturalidad.
Y, entonces, venimos nosotros, los adultos, que hace tanto que fuimos niños…
Llegamos nosotros, adultos, que arrastramos como un peso insoportable disfraces y máscaras, y da la impresión a veces de que no soportamos nuestro reflejo en sus ojos, espejos de todo lo que dejamos atrás.
Y, entonces, empezamos a exigirles que dejen de ser niños.
Aparecemos ante ellos cansados de larguísimas jornadas, cansados del sedentarismo, cansados de nuestros silencios… Faltos de energía, cansados y más que cansados. Y les pedimos que se queden quietos, que dejen de jugar, de preguntar, de cantar… Que, por favor, se callen.
Nosotros, padres, abuelos, profesores, maestros… Con nuestras vidas tan ordenadas (tantas veces, falsamente ordenadas), con nuestras emociones planchadas y bien guardadas en sus correspondientes cajones, y les decimos que dejen de llorar, que lo suyo no tiene importancia, no tiene importancia, no tiene importancia… Deslegitimando una vez tras otra lo que piensan y sienten. Haciéndoles dudar, desconfiar, de cómo son, de quiénes son.
Y, cada vez que les pedimos silencio, control, quietud, que les privamos de atención, escucha o cariño, que incluso les vamos negando el espacio y momento para que se expresen, que desconfiamos de ellos, les infravaloramos y cuestionamos, les echamos encima capas y más capas que van ocultando su fuente genuina de frescura, esencia, luz, sabiduría interior….
¿No fue esto lo que nos pasó a nosotros? Que también fuimos niños, ¿lo vamos recordando?
Y nada de esto es para culparnos, para que nos sintamos mal, tan solo para reflexionar… Reflexionar sobre si merece la pena cambiar algo, hacer el proceso inverso, quizá. Es decir, en lugar de echarles capas a ellos, quitárnoslas nosotros.
En lugar de mandarlos a callar, acostumbrarnos nosotros a hablar más, con honestidad y verdad, y, sobre todo, a escuchar. A escucharles.
En vez de exigirles que paren, probar a movernos nosotros más, a cantar, a bailar, a jugar…
Y, ¿por qué no?, a llorar. Acostumbrarnos a llorar. No por legar amargura, sino por autenticidad. Por demostrarles que somos seres humanos con toda su fragilidad. Y que también, por cosas pequeñas e insignificantes, a veces nos sentimos mal.
Y, tal vez, poco a poco, nuestra llama interior, que nunca se apagó del todo (no olvidemos que solo está tapada, escondida) empiece a emerger. Y con ella nuestra sabiduría genuina, nuestras fuerzas y energías, nuestra luz.
Imagen de Vicky Bhargava en Pixabay