Tener un camino

Creo que fue a Pablo d´Ors a quien le escuché decir «Si hay camino, todo está bien».

Sí. Hay que tener un camino. Un camino refugio. (¿Tiene un refugio que ser algo estático o un camino siempre sugerir movimiento?).

Un camino en el que guarecernos cuando ahí fuera las circunstancias adversas aprietan, cuando a nuestra vida llega el invierno y se nos llena todo de sombras y niebla espesa.

Ese camino, ese refugio, se consigue con cultivo interior, pero más nos vale tenerlo trabajado, montado, organizado, decorado incluso, antes de que el frío nos congele los dedos y el alma. O nos empape la tormenta. O nos arrase el huracán. 

Lo que ocurre es que, cuando la luz abunda, se nos olvida que llegarán, porque siempre llegan, estos días sin sol. 

El camino, el refugio, es ese lugar (no físico, claro) donde cesan todas las hostilidades y hasta, a veces, un poquito el dolor. Un espacio en el que puedes ser tú, libre de disfraces y escudos. En el que no necesitas gastar muchas fuerzas ni energías porque está todo bien clarito, bien compartimentado, como para ponernos en punto muerto y dejarnos ir.

En mi caso, por ejemplo, mi camino está lleno de libros, y no cualquier libro, claro. Está colmado de textos de Natalia Ginzburg, de Carmen Martín Gaite, de poetas como José Mateos, Sánchez Rosillo, Antonio Colinas, Francisca Aguirre, Antonio Machado, Amalia Bautista, José Hierro, etc., etc.

Mi camino también está bien reforzado con música, mucha música, de todo tipo según momento y circunstancias… Y de cine, cada vez más cine. Y, claro, de personas bonitas que son referentes y modelos, personas que me han enseñado a construirlo con la manera en que transitaban el suyo. Personas cálidas que arropan y abrazan e iluminan… ¡Y de exquisitas conversaciones! 

Por algunos sitios tiene, mi camino, paredes cubiertas de álbumes ilustrados que lees y te crece una flor en el pecho, y un peso desaparece y respiras mejor.

Huele a buen café, mi camino, y hay montones de frutos secos naturales, higos, dátiles… ¡Qué  bello aroma y cómo consuela y reconforta, cuando todo está tan mal ahí fuera, saber que existe, que me espera ahí, detrás de la incomodidad, la dificultad, el peso, el dolor…!

Sin camino, sin refugio, estamos siempre a merced de los temporales con los que la vida quiera sacudirnos. Paseando nuestra fragilidad a la intemperie, deambulando, arrastrándonos, sin rumbo.

Tener un camino, un refugio, nos convierte en auténticos señores de nuestra fortaleza interior. Una fortaleza inexpugnable, indestructible, lo único que no se nos arrebatará y de la que nada ni nadie podrá echarnos jamás porque solo a nosotros nos pertenece. He ahí el valor supremo del refugio interior y del camino que lo atraviesa. 

Ojalá no nos falte, nunca lo perdamos, siempre tengamos las fuerzas suficientes para cuidarlo y mantenerlo.

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